Hna. Carolina
Monasterio de la Conversión
Monasterio de la Conversión
“Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis lo habéis recibido, dad gratis” (Mt 10, 8)
En el contexto de estas jornadas
de formación que estáis celebrando y en el contexto de estos meses de
preparación para el año de la fe que celebrará toda la Iglesia universal desde
el próximo mes de octubre del 2012 quiero reflexionar con vosotros sobre por
qué decimos que la Iglesia es misionera, qué es la misión para el cristiano,
qué fundamentación teológica tiene y por lo tanto qué características conlleva
o implica en su puesta en práctica.
El Dios cristiano es un Dios en misión
La palabra misión forma parte del
ser cristiano. La Iglesia, decimos, es por su naturaleza misionera, está
abierta a la misión y, por consecuencia, el cristiano es un hombre en misión,
enviado al mundo para anunciar la buena noticia de Jesús. Esta connotación
misionera que caracteriza nuestra fe está fundamentada en la revelación de
Dios, en el rostro y ser divino que en Jesús se nos ha desvelado, en cómo es
nuestro Dios y cómo se ha manifestado a nosotros. Hasta el punto de poder decir
que el Dios cristiano es un Dios misionero, un Dios en misión.
Con este término missio, misión, se significa, en el
ámbito de la teología, el movimiento de salida, éxtasis, apertura y
ofrecimiento de Dios más allá de Sí mismo. Nosotros sabemos de Dios porque Él
mismo nos ha hablado, se ha dirigido a nosotros, nos ha contado de Sí.
Por tanto, el Dios de la tradición
judeocristiana no es un Dios lejano, tan lleno de Sí que no tiene relación con
nada ni nadie, cerrado en su propio ser. No podemos entender al Dios cristiano
como una plenitud al estilo de algo tan lleno que llega a ser opaco y a estar
saturado, colmado de Sí.
La plenitud divina del Dios de la
revelación judeocristiana es una plenitud de amor y por ello una plenitud de
vida, de movimiento eterno de donación y entrega en el mismo seno trinitario.
El amor no es estático, el amor impulsa hacia el otro, el amor nos mueve a la
acción a favor del que amamos, a interesarnos por él, a vivir pendientes de él.
El Padre, que es la fuente del
amor divino, vive, por tanto, en la donación eterna y constante hacia su Hijo,
el Amado, y el Hijo vive en la entrega eterna y constante de amor hacia el
Padre y esto hasta tal punto que del mismo amor entre ellos nace, procede otra
persona, el Espíritu Santo, el Amor mismo que es tanto el vínculo de unión entre
ellos como el fruto del amor entre Padre e Hijo. Por ello, una de las imágenes
más expresivas y bellas del ser divino en la tradición cristiana es la del
manantial o fuente, que cuanto más colmado está de Sí más se da y se derrama al
otro.
Este movimiento de donación que
caracteriza el ser mismo de Dios y que nos muestra que Dios es Amor ha
traspasado la esfera divina y el ser divino. Dios se ha ofrecido, se ha
entregado en amor más allá de Sí, en primer lugar, creando el mundo y a los
hombres, especialmente, con los que quiere establecer una relación de amistad
en este dinamismo de conocimiento y entrega mutua de amor. Es esta comunicación
de Dios a los hombres lo que llamamos teológicamente: la misión divina, la
salida de Sí, el envío o visita de Dios a su criatura.
Hablamos, por tanto, de la misión
del Hijo y de la misión del Espíritu Santo porque a través de ellos, Dios nos
ha visitado, se ha acercado a nosotros, nos ha comunicado su Amor, su vida de
Amor por nosotros. En cierto modo, podemos decir, que la misión del Hijo,
Palabra eterna del Padre, se inicia ya desde la creación del mundo y desde la
primera revelación de Dios a Israel. Pues el mundo ha sido creado por la
Palabra y la historia de la salvación se inicia por la Palabra que Dios dirige
al hombre llamándole a una relación de amistad con Él y Dios cuando habla lo
hace siempre a través del Hijo, su Verbo, su Palabra eterna. Así el Hijo está
presente, en cierto modo, incoa, anuncia, inaugura su misión desde el instante
mismo de la creación y la revelación de Dios en la historia. Ahora
bien, la misión de la Palabra en el tiempo por la encarnación será la plenitud
de la misión del Hijo, el mayor gesto de entrega de Dios al mundo -“tanto amó
Dios al mundo que le entregó su propio Hijo” (Jn 3,16)-, es la mayor salida de
Dios de Sí mismo hasta hacerse lo que no es. El Hijo deja, renuncia, se despoja
de su condición divina para asumir la condición humana, vaciándose de Sí, como
leemos en el himno de Filipenses sobre la kénosis
de Cristo (cf. Flp 2,6-8). Y esto porque el amor busca siempre la unión, la
conformación, y Dios se hace esclavo para acercarse al hombre esclavizado, se
hace pobre para estar cerca del hombre pobre, se hace temporal para conocer el
dolor y la fatiga del paso del tiempo, se hace hombre verdadero para conocer
nuestra existencia y desde allí, colmarla de su amor, de su vida divina, de su
riqueza, de su plenitud... “Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a
ser Dios” “Por ti se hizo temporal para que tú seas eterno”
La misión del Hijo se perpetúa, en
la historia, gracias y a través de la misión del Espíritu, que es la
actualización de la presencia de Jesús, Vivo y Resucitado, entre los hombres,
en medio del mundo, prolongada en el tiempo. Es decir, vivimos el tiempo de la
misión del Espíritu, vivimos el tiempo de la visita de Dios al hombre en el
Espíritu de modo que hoy, también, podemos afirmar rotundamente que el Dios
cristiano es un Dios en misión, es un Dios que vive fuera de sí, ocupado y
preocupado por los otros, por los hombres a los que busca, llama, interpela,
convoca, y provoca a una relación de amor con Él gracias al Espíritu que es
Dios en nosotros y hace presente hoy al Dios con nosotros, Jesús, de quien es
memoria actualizante ofreciéndonos constantemente su vida salvadora.
Los dos amores de Jesús
En Jesucristo, plenitud de la
revelación de Dios, en su vida, su ministerio, su mensaje se percibe claramente
este movimiento de misión y salida de sí que constituye su forma de vivir, de
estar en el mundo, de realizarse como ser humano.
Hemos dicho que la misión es
siempre fruto y signo del amor, en los evangelios vemos cómo Jesús vive de dos
amores que le impulsan a una vida de entrega, una existencia en misión, una
actitud constante de salida y olvido de sí.
Su primer amor es el Padre. Jesús
vive pendiente de la voluntad y querer del Padre. Él no aparece en los
evangelios pendiente de sí, de si le apetece algo o no, de si está cansado para
algo o no, de si le viene bien hacer una cosa u otra, Jesús vive prendido de la
voluntad del Padre a quien ama y por ello a quien desea obedecer, responder en
fidelidad, agradar. El punto de referencia en el actuar y hablar de Jesús no es
él mismo sino el Padre, a quien ama (“Mi alimento es hacer la voluntad del que
me ha enviado y llevar a cabo su obra” Jn 4,34).
Esto lo vemos en los evangelios:
- En este movimiento de
apartamiento de la gente, del barullo de Jesús para orar, para hablar en
intimidad con su Padre (Mc 1,39)
- Cuando invoca al Padre antes de
acciones importantes o significativas (Jn 11,41-42)
- Cuando se ofrece a su voluntad
antes de la Pasión (Lc 22,42; Lc 23,46)
- Cuando habla de Él desde la
confianza de un hijo que se sabe amado por su Padre (Mt 11,25-27; Mt 6,31-32;
Mt 7,7-11)
Hoy en día nos cuesta hablar de
obediencia, de vivir o estar pendiente de otro porque hemos absolutizado la
autonomía y la independencia como grandes valores. Ciertamente son valores
importantes en la consecución de la madurez personal pero nunca debemos
absolutizarlos. El hombre es un ser religado, necesita de los otros para
realizarse a sí mismo y encuentra su verdadera plenitud en el amor y la entrega
a los otros de sí mismo por amor. Nos cuesta salir de nosotros mismos porque
nos hemos olvidado de amar, o porque hemos adulterado el amor convirtiéndolo en
satisfacción personal. El amor verdadero es el que pone a quien se ama en
primer lugar y se vive en función de quien se ama. El enamorado es un
excéntrico, es decir, que el centro de su persona está en la persona amada,
allí está su centro, su razón de ser y actuar. Esto Jesús nos lo muestra
preciosamente en su relación con el Padre, el amor de su corazón de Hijo.
De este amor surge el segundo amor
de Jesús: el amor por los hombres, sus hermanos, los hijos amados del Padre
(“Como el Padre me amó, yo os he amado, permaneced en mi amor” Jn 15,9). Si la
primera característica del amor es la descentralización, el sacarnos de
nosotros mismos, la segunda característica es la conformación con lo que
amamos. El amor nos hace semejantes, nos configura con la persona amada. Así
Jesús que conoce hasta el fondo el corazón de Dios Padre y su Amor por los
hombres se hace portador, testigo de este amor, manifestación de este amor
divino para con lo que se encuentra en su día a día (“Quien me ha visto a mí ha
visto al Padre” Jn 14,9). El amor al Padre hace de Jesús su presencia, su icono
en medio del mundo y esta configuración con el Padre le empuja a amar a los
demás, a entregarse a ellos. Jesús ama a todos: los humildes, los despreciados,
los pequeños, los injustos, los pecadores... Jesús ama sin medida: no pone
límites a su amor. Es un amor a tiempo y a destiempo, sin leyes limitadoras o
restrictivas, sin fronteras ni separaciones, sin condiciones y sin reclamos...
hasta dar la vida y todo esto para que los hombres así conozcan cómo los ama
Dios Padre.
Vemos cómo la existencia entera de
Jesús fue un gesto de donación, misión a Dios Padre y desde aquí a todos los
hombres. Él vivió en función de los que amaba.
La primera y la última palabra de Jesús
Jesús nos llama a vivir a los
cristianos según el estilo de vida que Él encarnó. Llevar el nombre de
cristianos significa esto: ser otro Cristo en la tierra.
El discípulo de Jesús está llamado
a vivir en misión, es decir, descentrado de sí mismo, fuera de sí, atento y
pendiente de algo que está más allá y que le atrae poderosamente, le provoca y
lleva fuera de sí en el reconocimiento de algo precioso, valioso, digno de todo
el amor de una vida.
Desde esta perspectiva del amor, a
lo largo del evangelio, si lo leemos con hondura, podemos darnos cuenta de que
Jesús nos revela que el secreto de una vida lograda, de la verdadera felicidad
y alegría depende de la capacidad que tengamos de salir de nosotros mismos y
dejarnos seducir y fascinar por un amor (cf. Mt 13,44-46, parábola del tesoro y
la perla). La verdadera alegría, la vida feliz no la producimos nosotros, no
está en nuestras facultades, no depende de nuestras posesiones ni tan siquiera
de nuestros logros o éxitos, sino que se esconde en la capacidad que tenemos de
recibir el amor de Dios y de salir de nosotros mismos para dar a los demás este
amor acrecentando así esta experiencia original de saberse amado, pues el amor
provoca amor, y quien es amado puede amar, está llamado a amar, de modo que se
construye entre todos en este amor recibido y donado una nueva civilización, la
civilización del amor.
Estamos hablando, por tanto, de revivir
en nosotros el doble dinamismo de la vida de Jesús que recibe y acoge todo el
amor del Padre y esto le mueve a entregarse a los hombres. Hay dos palabras que
Jesús dirige a sus discípulos sumamente sencillas pero que expresan
logradamente esta forma de vivir del cristiano en misión. Se trata de las
primeras palabras de Jesús a sus primeros discípulos y las últimas.
“VENID”. Son las primeras palabras que
Jesús dirige a sus discípulos, son la palabra de llamada, de atracción y
seducción de Jesús: “Ven conmigo y os haré pescadores de hombres” (Mt 4,19).
Jesús les invita a salir de ellos
mismos, de su vida cómoda, cotidiana, para seguirle y hacer de Jesús, de su
mensaje y su vida, el centro de su corazón, su nueva morada: “Venid y lo
veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él” (Jn 1, 39). La
misión cristiana no puede estar fundamentada en el esfuerzo personal, en
nuestros puños, en nuestra iniciativa personal; esto generalmente nos agota y
nos quita vida en vez de dárnosla y sobre todo, dura lo que nos duran las
ganas. La misión cristiana brota siempre de una llamada de amor, que nos
fascina, atrae, arrastra, hipnotiza, mueve, dinamiza, descentraliza la
existencia a favor del amado y esto de un modo connatural, dichoso y fecundo.
Los discípulos de Jesús son llamados a salir de sus vidas, de sí mismos y sus
planes para entrar en la intimidad de amor con Él, a conocerle desde dentro
para conociéndole amarle y conformarse con Él.
No podemos vivir la misión sin
este primer movimiento: Ir hacia Jesús. Irse con Él arrastrados por la
maravilla de su presencia. La misión, por tanto, cuenta con un primer momento
de contemplación, fascinación, enamoramiento de Jesús hasta conocerle en
intimidad y quedar atrapado por su belleza, por su fuerza, por su palabra, por
su mensaje. Esta contraposición tan frecuente entre vida contemplativa y vida
activa, entre oración y compromiso es falsa. La misión verdadera nace y se
alimenta de la contemplación, quien no ha estado con Jesús, quien no ha
conocido a Jesús de cerca, quien no tiene experiencia de irse con Jesús no
puede conformarse con Él y por ello no puede acoger su amor que le mueve hacia
los demás. Su entrega será una entrega personal, de propia iniciativa y esto no
es la misión cristiana.
Las últimas palabras de Jesús,
después de su Resurrección, a aquellos con los que ha compartido la vida y el
dolor, con los que ha vivido en intimidad de amor es “ID”.
Solo identificados por el amor con
Cristo podemos acercarnos a los otros movidos y empujados por el amor de Cristo
hacia los hombres, por quienes ha dado su vida y a los que deseamos
ardientemente anunciar el gran amor que Dios nos tiene y que ha sido manifestado
en Cristo. La vida de comunión con Jesús no nos puede dejar indiferentes frente
el dolor y la necesidad de los demás. Jesús nos impulsa a darnos, nos pone en
movimiento, nos zarandea y saca de la comodidad y apoltronamiento. Él nos pone
en camino, hasta los confines de la tierra.
Esta valentía de la entrega a los
otros es el signo de que nuestra comunión de amor con Jesús es verdadera. Esta
capacidad de servir a los hombres es lo que confirma nuestra fe, nuestra
oración, nuestro nombre de cristianos.
Es por todo esto que acabamos de
decir que en la vida cristiana el amor a Dios y el amor al prójimo no pueden
estar separados, no puedes distinguirse, ni desligarse. Uno y otro se reclaman
y se convierten en criterios de autenticidad y potenciación del otro. Los no
cristianos pueden hacer muchas obras preciosas y valiosas de entrega a los
demás pero nosotros, hacemos lo mismo sin hacer lo mismo, nosotros servimos a
los hombres por amor a Dios y esto es una diferencia notable pues el amor de
Dios derramado por el Espíritu Santo en nuestros corazones se llama caridad y
esta: no tiene condiciones de tiempo, de espacio, de gusto personal... es
paciente y bondadoso, no es envidioso, no es jactancioso ni orgulloso; es
decoroso, no busca su interés; no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se
alegra de la injusticia sino que se alegra con la verdad. Todo lo
excusa, todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (cf. 1 Cor 13, 4-7)
El texto evangélico que ilustra y
enmarca esta charla, el envío apostólico de Mt 10, 8 termina diciendo: “Gratis
lo recibisteis; dadlo gratis”. ¿Qué hemos recibido gratis? Si no hemos recibido
nada, si el amor de Dios no ha tocado nuestras vidas, si no actuamos solo
porque este amor nos ha transformado, transfigurado, por amor de su Amor...
entonces, ¡cuidado! Porque corremos el riesgo de no darnos gratis, de entrar en
la dinámica del doy para que me den, porque daremos de lo nuestro y no de Dios,
porque exigiremos recompensa y entonces olvidamos la dinámica de la gratuidad
porque no hay gratitud en nuestro corazón.
La gran pregunta que hoy se nos
plantea es esta: ¿Qué he recibido yo gratis? ¿Cuál es el gran tesoro que he
encontrado en mi vida y del que quiero, necesito, deseo ser testigo para los
otros y especialmente los más pobres, los más pequeños y necesitados porque en
ellos está Jesús de un modo único y extraordinario, aquel a quien nosotros
amamos y seguimos?
Esta la formación especial y más
importante que podemos recibir como voluntarios de Cáritas: la formación del
corazón, así la
llama Benedicto XVI en la Encíclica Dios es
amor.
“Además de la preparación
profesional, necesitan también y sobre todo una “formación del corazón”: se les
ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el
amor y abre su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya
no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia
que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Gal 5,6), Deus Caritas est, 31.
Caminos de misión en la Iglesia para el mundo de hoy
¿Cómo realizar esta misión de amor
en medio de nuestro mundo?
No voy a hablar de las acciones
concretas, de las misiones que hay que desplegar, del servicio concreto que hay
que prestar pues allí donde se encuentre un hombre necesitado allí la Iglesia
tiene una misión de entrega y caridad, según leemos en Deus Caritas est:
“Según el modelo expuesto en la
parábola del buen Samaritano, la caridad cristiana es ante todo y simplemente
la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los
hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos
para que se recuperen, los prisioneros visitados, etc”, n 31.
Voy a hablar de cómo se ha de
realizar la misión, de las actitudes concretas, del modo concreto de encarnar
este dinamismo misionero y que están íntimamente relacionadas con el perfil
diseñado en los estatutos de Cáritas
sobre el voluntario:
Como
comunidad de amor. Esta experiencia de encuentro con
el Amor de Dios que nos impulsa al amor a los hermanos se ha de vivir
personalmente y, a la vez, se ha de vivir en el seno de la comunidad eclesial
que es el espacio y lugar donde hoy Jesús se manifiesta a nosotros, se deja
conocer y amar. Somos enviados a la misión por Jesús como comunidad porque
somos llamados a la intimidad con Jesús como comunidad. Jesús llamó a un grupo
de personas, sus discípulos, a vivir junto a Él. No se trataba de uno, de algo
totalmente exclusivo, sino de una comunidad que formada en el amor de Jesús y
enviada por este mismo amor: “Jesús llamó a sus doce discípulos... Jesús envío
a estos doce” (Mt 10, 1.3). La misión en la Iglesia debe realizarse como una
misión en la comunión, desde la comunión, gracias a la comunión. Juntos,
unidos, como comunidad podemos trabajar más y mejor por los demás, somos más
signo para los otros del amor de Dios que es familia, que crea familia, que
crea comunión.
Un voluntario de Cáritas ha de ser
un hombre o mujer de comunión, capaz de relaciones, capaz de acogida y
reconocimiento del rostro de Dios en el otro que tiene delante, ya sea la
persona necesitada o el compañero de voluntariado, responsable o coordinador
con quien debe trabajar con un solo corazón y una sola alma.
Como
comunidad de enviados por la
Iglesia. No soy yo quien hace o deshace, quien tiene iniciativas
estupendas o el protagonista de nada. En realidad, hemos sido enviados por
otro, es Jesús quien nos da el poder y la fuerza para la misión (Mt 10,1). La
misión de caridad es una cuestión de obediencia a la llamada de Dios: “Id”. La
voz de Jesús hoy sigue sonando y resonando en su Iglesia, que es la Iglesia de
Jesús y en la que a través de sus testigos, de las mediaciones humanas nos
revela su voluntad para nosotros. Generalmente el voluntariado comienza porque
alguien me invita, porque un sacerdote me anima, porque veo a otro realizando
algo que me interesa... es la Iglesia quien despierta nuestra vocación y quien
nos envía. Esto resta protagonismo a nuestra persona, nos convierte en
verdaderos servidores y esto también nos convierte en verdaderos profetas: los
que hablan y actúan en lugar de otro. El mensaje que llevamos, el amor que
llevamos a los otros no es nuestro, es de Dios. Somos testigos de la Iglesia de
Jesús, somos simples puentes, cauces de gracia, instrumentos en las manos de
Dios.
Esto guarda total relación con las
actitudes de eclesialidad e identidad cristiana que se nos piden como
voluntarios de Cáritas para realizar nuestro servicio con integridad,
autenticidad y de un modo constructivo personal e institucionalmente.
Como
comunidad de gracia. Gratis lo habéis recibido, dadlo
gratis. Los cristianos somos una comunidad de hombres y mujeres bendecidos por
la gracia, por el amor y el perdón de Dios que siembra en nosotros una alegría
y una fuerza inagotables. El servicio cristiano se ha de realizar desde la
gracia y para la gracia. Y
la gracia tienen una fuente, un manantial de donde beber y a donde acudir: la eucaristía. De
hecho el día de Cáritas es el día de la Eucaristía. Debemos
vivir desde la eucaristía y para la eucaristía donde con Jesús podemos decir
“Tomad y comed todos de él porque este es mi cuerpo que será entregado por
vosotros”. El pan que nos alimenta espiritualmente es lo que nos da fuerzas
para socorrer a los demás, buscar para ellos el pan de cada día también
material. El fin último de todas nuestras obras quiere ser acercar a los otros
a esta fiesta, a esta celebración de gracia, alegría y paz, donde los hombres
encontramos nuestra dignidad, un lugar preparado desde siempre por Dios para
celebrar con Él la vida, la alegría de estar juntos, el amor, donde compartir
el pan y el vino, donde consolar a quien sufre, donde curar los dolores y las
heridas, donde ya no hay pobres, donde nadie es excluido, donde todos somos
verdaderos hermanos. Somos comunidad de gracia, alimentados por el pan
eucarístico, por el perdón de Dios y esta es la fuerza, la luz, la paz que con
nuestras acciones queremos dar a otros gratis, “venid todos, comed y bebed vino
de balde también los que no tenéis dinero”.
Como
comunidad de sanación y salvación. “Curad a
los enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos...” Cualquiera de nuestros
servicios tienden en último término a la salvación, a la sanación de las
personas física, material pero también espiritualmente. Era así como Jesús
trataba a las personas: curando, socorriendo, levantando de la postración,
perdonando, consolando, dando de comer... se trata de dar vida a los otros, de
sembrar más vida, más esperanza, de un servicio hacia los demás que supera
nuestras capacidades porque a través de nosotros actúa el poder de Dios, poder
sanador, salvador, revivificador, restaurador...se trata de resucitar para una
nueva vida.
Estamos hablando de una cierta
maternidad y paternidad que debemos encarnar en nuestro servicio, dar y generar
vida en abundancia. La fe nos hace capaces de abrazar la vida de los otros con
amor y cuidado de madre y padre para dar calor y vida nueva a los hombres. Es
posible un nuevo nacimiento para las personas con las que tratamos, nuestro
amor lo hace posible, el amor abre la esperanza, el amor alumbra una nueva
vida. La sanación y la salvación, que vienen las dos de la misma raíz, soter en griego, son esto: un nuevo
comienzo, una nueva oportunidad, una esperanza para quien parecía no tener ya
esperanza ni vida. Hay que alumbrar y traer al mundo nuevas vidas por el amor,
hay que restaurar la vida donde parece perdida. Esa es nuestra misión que
supera los remedios materiales hacia una atención integral, restauradora de la
dignidad de la persona en todos los ámbitos hacia una vida en abundancia,
plena, generosa...
Como
comunidad de esperanza. Nuestra misión de Amor en medio
del mundo no consiste en arreglar los problemas de la sociedad. Nosotros
no vamos a conseguir erradicar la pobreza ni la injusticia totalmente.
Nosotros, con nuestro servicio, necesario e insustituible pero limitado y pobre
también, contribuimos en la construcción de un modo nuevo de ser y de vivir,
sembramos la nueva civilización del amor, somos artífices de la nueva creación
abriendo así un horizonte de esperanza en medio del mundo único. Porque solo
cambiando, convirtiendo los corazones se abre espacio para la esperanza; la
pobreza, la guerra y la injusticia -que nos asedian y golpean a tantas personas
que sufren sus consecuencias y nosotros asistimos- son fruto del pecado de los
hombres, de nuestro egoísmo, de nuestra sed de dominación, de tener más, de
posesión, de comodidad... Son los corazones lo que han de transformarse para
que las estructuras verdaderamente se transformen en bien y a favor de los
hombres, de todos los hombres. Por ello, el amor que caracteriza nuestro
servicio es la única esperanza para el mundo porque sólo el amor puede romper
la piedra que sella el sepulcro, el corazón de piedra, y hacer de él un corazón
de carne, sólo el amor puede romper los muros del egoísmo y el odio, sólo el
amor nos libera de la esclavitud del dinero, de la injusticia... “solo el amor
convierte en milagro el barro, solo el amor consigue encender lo muerto”.
Para la vida del mundo. Todo esto
para la vida del mundo. Nosotros no debemos buscar nada en nuestra misión más
que ser puentes. Puentes entre Dios y los hombres; entre los hombres entre sí.
Puentes de reconciliación, de fraternidad, de amor y paz. Puentes que abracen
las orillas separadas: la de
Dios y el hombre herido; la del indiferente y su hermanos que
sufre; la de la sociedad y el excluido... El voluntario de Cáritas construye
con su misión puentes de reconciliación y vida abundante que abre a los hombres
salida donde todo parecía cortado y limitado. Abriendo caminos de fraternidad y
abundancia.
El discurso apostólico de Mateo 10
termina con una preciosa frase de Jesús que debe alentar vuestros trabajos y
desvelos: “Quien dé de beber tan solo un vaso de agua fresca a uno de estos
pequeños por ser discípulos, os aseguro, no quedará sin recompensa”. Nada de
vuestra entrega queda olvidado en el corazón de Dios que mira con amor y
acompaña vuestros pasos. Estáis aliviando la sed de Jesús, alumbrando su noche,
curando sus heridas... no quedará sin recompensa. Estas palabras son un gran
aliento y una gran esperanza para seguir adelante, hasta dar la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario